La biblioteca de la cárcel

 A quienes se gradúan este año de Periodismo 

Por: Lisbeth Moya González 




Leo tiene cuarenta años. Desde que lo vi por primera vez supe que había estado preso. Dicen que los reos pierden el sentido de lo femenino. Los tatuajes de sus brazos parecen hombres fuertes disfrazados de mujeres, con mandíbulas masculinas y nuez de Adán. Tatuajes desteñidos que hablan de dolor y falta de maestría en el trazo, de rústicas tintas y agujas improvisadas. 
Leo no quiere volver a caer preso y le cuesta, le cuesta mucho inventar para vivir, porque además de la crisis económica, no muchos quieren a un exconvicto trabajando a su lado. Perdió quince años en centros penitenciarios y aún no sé por qué, ni le voy a preguntar, no sería justo. Solo sé que no tuvo madre, ni padre, que no terminó la escuela, porque lo echaban a patadas de todos lados y que ahora quiere vivir. 



Hoy Leo me pidió un libro: la primera parte de "El diablo ilustrado" de Fidelito Díaz Castro. Un texto que descubrí en mi adolescencia y que él encontró en la biblioteca de la prisión. "Pagué cinco cajas de cigarros por quedarme con ese libro. Me ayudó a entender la vida y me salvó. Me hizo reflexionar sobre lo violento que era" -dijo-. 
Tras el asombro, le regalé un ejemplar con una dedicatoria que decía: "Para Leo, que encontró el camino de regreso en estas páginas". Soy una periodista que empieza su vida profesional en unos días, una escritora indecisa. 

Tengo tantas dudas de todo. Tanto temor a asumir los riesgos económicos de la adultez. Me pregunto ¿cuán útil podría ser mi pluma?, ¿cuánto podría influir la letra escrita?, ¿para qué sigo este camino?
Luego, por suerte, llega un Leo. Me dice que un libro lo salvó y lo tengo claro. Los profesionales de la palabra estamos aquí para salvarle el alma a la gente. Yo quiero que mis libros estén en las bibliotecas de las prisiones y las escuelas. Quiero salvarme y salvarles. Espero estar a la altura. 

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