La orquesta de la Bohemia

Texto: Lisbeth Moya González 
Fotografía: Malú Vilasa

"La gente vive extrañándose
 y es la avenida su corazón..."
                           Alain Garrido

Extraño a mi niña y su olor a chelo,  
al dulce poeta que versa la guerra,
extraño al cantor que dejó su tierra
y al héroe silencioso. Triste anhelo
volver a ser ciudad. Besar el suelo
al que me até, suelo que me destierra.
Andar esas calles. Animal que hierra
su instinto. Animal: presa del desvelo.
Extraño vivir. Respirar espanta 
Alma que fotosintetiza el dolor. 
Yo simplemente los extraño. ¡Aguanta,
triste bestia agonizante de amor!
Sin mis amigos soy solo una planta
marchita en los aleros del horror.

Cuando solo quedamos los insomnes, llega el silencio. Ese placer de beber  con un amigo que se va, como si el fin del vaso significara el adiós. Entonces, la ciudad se encarga de restaurar los ánimos. Retoma su cadencia ascendente y llegan los barrenderos a embellecerla, como quien limpia las manos de la persona amada. Los barrenderos de Santa Clara tienen una dignidad que bien merece la poesía, porque sonríen y cantan, mientras empujan la escoba. 


Cuando no aguanto la basura de las calles habaneras. Cuando necesito ser tratada como un ser humano, y no como parte de la masa indispuesta que camina hacia cualquier lugar: corro hacia la terminal, sin equipaje y me escapo. Estoy llegando. Sudan mis manos al ver las luces de la ciudad, que se abre ante los ojos para romper el monótono paisaje  de la Carretera Central. 

 Desembarco con la esperanza de ver a un conocido, y casi siempre encuentro amigos viajeros, partiendo en dirección contraria. Esa terminal es una garganta inmensa e infectada de olores, que me escupe hacia una vida donde el tiempo se detiene y me dice: estás a salvo, puedes calmarte, desacelera. 



Camino a casa y disfruto los pasos por las calles sin asfalto, similares a los paisajes del Medioevo, por la falta de alcantarillado y la presencia de algún que otro animal. Santa Clara tiene el balance perfecto en que se combinan lo citadino y lo rural. Paro en la dulcería de Jesús. Lo abrazo, lo invito a salir más tarde. Jesús sabe de pasteles, música, fútbol y libros. Es el amigo que vive solo. El dueño de la casa de las fiestas, del dominó. 




Continúo. Están los niños del barrio jugando pelota. Mi madre los regaña porque nuevamente la bola dio en una de sus plantas. A mi madre le gusta que los niños juegen frente a la casa, para no sentirse sola. Pero eso ella no lo sabe, o no lo dice, porque también se fue de su casa, y solo con diez años, la misma edad de esos niños. En una beca, tienes que aprender a no llorar. 


Llego. Mi abuela me abraza y llora. Ella siempre llora. Se emociona con los libros en que la gente se va. Cuando murieron sus padres y se quedó sola en su casa del campo, aprendió a leer. Después,  llegó mi abuelo y le enseñó todo lo que necesitaba en materia de libros. Llenó sus estantes. Luego, mi madre se fue, y ella leía una y otra vez los mismos clásicos de aventuras, y hasta los libros de texto. 
Tras la graduación de mi mamá, mi abuela sacó los ahorros de la venta de huevos, manteca de cerdo y arroz, y le compró una casa en el pueblo. La tuvo a su lado un verano. Los únicos tres meses en que no leyó. Luego, volvió a despedirse, y a llorar. 

Mi madre sonríe cuando llego. Me sigue a la cocina y mira mientras revuelco los calderos. Me alimento con placer, con lujuria. Como si no fuese a comer nunca más. Allí se congrega la familia. Piden detalles de mi vida en los últimos tiempos, y yo intento contar. 


Mi padre llega y se comporta como si no pasase el tiempo desde que me fui. Me besa y continúa en su adicción: el trabajo. Se mueve constantemente, arregla esto y aquello. Vocifera cualquier anécdota de la oficina. Ayuda a los vecinos con sus problemas. Limpia el patio. Cocina mermelada. Después se baña. Come. Descansa. Da crédito a que su hija está en casa y me busca para abrazarme muy fuerte y preguntar si tengo dinero, como bien y no falto a la escuela. Siempre dice lo mismo: cuídate porque yo ahora no quiero nietos, gradúate para que no tengas que depender de nadie y si alguien te hace sufrir, sé lo suficientemente inteligente como para darte cuenta y desecharlo de tu vida, que para eso te enseñé a ser fuerte. 

Cuando todos se van a dormir. Salgo a la ciudad. Busco un carretón de caballos en La Riviera. Escucho las conversaciones de la gente. Los rumores. El trayecto hasta el boulevar es suficiente para entrar en calor. Para volver a sincronizarme con el ritmo de la ciudad. Con la cadencia ascendente que desprende Santa Clara. La misma cadencia de sus trovadores y sus poetas. 


Me bajo donde comienzan los adoquines y  camino el boulevar. Chequeo que todo esté en su sitio, pero siempre descubro nuevos cafés y bares que no conocía. Llego al parque de Las Arcadas. Está reparado. Luminoso. Suena Manuel Corona: “ofrendándote con notas de mi lira, con fibras de mi alma…”


Llego al Café Obrador: la guarida de los amigos.  Allí está Arnaldo, el guitarrista que ahora trabaja como estatua viviente; Laurita, mi mejor chelista; Fernando y su música electrónica –Juan Blanco mediante-; Giraldo, que descubre un casi inédito de Lars von Trier; Adrián, que lo intenta todo; Antonio, el constructor. Vendrá  el amigo, Mena, planeando acabar con el capitalismo de raíz. Llegará, incluso, Alain Garrido, el trovador.  Nos sentamos en torno a una mesa en la que bebemos vino, mientras unos juegan ajedrez y otros cantan. 

A las once, el café  queda vacío porque es jueves. La Trovuntivitis empieza y la manada parte hacia El Mejunje, esa casa que Silverio les regaló a los inadaptados, a los locos, a los que aman. Ramón Silverio es el padre, el cirquero, como me gusta llamarlo. Su Mejunje fue el puesto de mando de las conquistas de muchos como yo. Conquistas sexuales, espirituales, intelectuales. Conquistas de vida. Allí conocí a mis amigos. Conocí el amor. Por esas puertas entré vestida de novia con “La bayamesa”de fondo. La misma canción que seguro sonará esta noche, en la voz de Yaíma Orozco, como recordatorio de que mis amigos me extrañan.  Michel Portela cantará: Tú, tú serás de mi tribu. Yo lo miraré  y pensaré: cómo no ser de esa tribu, se añora todo esto, mi hermano.

La noche continúa en el malecón. Los trovadores y los amigos se quedan. Seguimos cantando, como si mañana la voz no fuese necesaria. “Nos tomamos el vino y el viento” como cantaba Leonardo García, minutos atrás. Los travestis pasan con su algarabía. Algún extranjero se suma y termina siendo amigo entrañable de todos. Aparece un saxo, un cajón, unas claves, un tres. Ya tenemos nuestra propia orquesta. La orquesta de la bohemia, siempre tiene vacantes, pero suena hasta el amanecer. 

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