Proporciones


Por: Lisbeth Moya González 
"La mujer que llora" Cuadro de Pablo Picasso

Tres meses después de no pisar la calle, Aurora comenzó a disfrutar de sus quince metros cuadrados. Sentía cómo a diario las paredes cedían algunos centímetros y estirar sus brazos ya no era un problema, y  para ejercitarse de manera estática bastaba un metro cuadrado.
 Al principio, sus horarios se habían invertido. La mañana la sorprendía en el celular, mirando la vida de los otros. El hambre y la sed le avisaban que era de noche y no había comido ni bebido en todo el día, por dormir. El sueño era incómodo y perturbado, lleno de cadáveres que nadie encontraría. Como el suyo, en caso de no despertar. 
La gente está demasiado preocupada por sobrevivir como para enterrarme-pensaba antes de cerrar los ojos y se iba lejos, imaginándose muerta en su propia cama, con el consuelo de ser alimento para su gato y los seres microscópicos, que eran su única compañía-.
 A veces, añoraba la cerveza y las tardes de café. El volver a vestirse y peinarse. Escoger un libro y decidir comprarlo, aún sabiendo que jamás lo leería. Pensaba incluso, en cosas que nunca hizo. El solo hecho de sentarse bajo un árbol, o  caminar desde temprano en el bosque, la obsesionaban. Antes, no hubiera perdido una mañana caminando porque sí, hubiera dormido largo, porque dormir era un lujo. Ahora, en cambio, la idea de deambular en un espacio abierto hacía que se le revolviera hasta la última conexión cerebral placentera. 
Al indagar en los recovecos de su propia existencia, ajena  a las ataduras sociales y temporales, Aurora notó que, después  del encierro, se imaginaba sola. Caminando en el bosque sola, tomando una cerveza sola, un café en soledad. Aquella advertencia la sobresaltó. No veía un humano desde hacía tres meses y eso le gustaba. Estaba muy lejos del mariposeo que supone sentirse evaluada, observada, comparada.
 La segunda advertencia de su autoescrutinio fue su propia anatomía. El cuerpo tenía una proporción que garantizaba una armonía casi exacta, solo interrupta por la nariz, la boca, el ombligo y la vagina, de arriba hacia abajo: un par de ojos, orejas, brazos piernas. La existencia de elementos únicos en la anatomía estaba reservada para los más agudos placeres y necesidades: oler y respirar, escuchar, comer, alimentarse dentro de la placenta, disfrutar de un buen orgasmo vaginal o clitoriano y traer al mundo una vida. Todos estos placeres agrupados en una línea recta que se corta. con la tierra que pisamos. Los otros, en cambio, rectas paralelas, designadas a nunca tocar el suelo. Ojos, oídos, manos y piernas, elementos pares encargados de percibir el entorno, de satisfacer a los otros mayormente: mirar, escuchar, tocar, caminar. 
Pensó en esa cantidad exacta de cuatro puntos en cada recta, puntos dobles en el caso de los elementos paralelos, y decidió medir esas proporciones. El resultado fue de una exactitud obsesiva. Comenzó a indagar  en los libros de anatomía y hasta en la obra de Leonardo Da Vinci, cuyos dibujos le demostraron la falta de novedad de sus teorías. 
Esa mañana cerró los ojos, mucho más consciente de sí misma y hasta dejó de soñar su muerte como algo preocupante. Soñó esta vez con las dimensiones de su perfecto ataúd, el volumen, ancho y largo de la caja que habría de contener sus fibras. Eso sí, solo ella y su ataúd, nada de enterradores, ni dolientes. 
Al otro día, decidió regalarse algo delicioso en medio de tanta escasez. Tomó un poco de pan, huevo, azúcar y leche para hacerse un budín, cuyas dimensiones planificó matemáticamente de acuerdo a las cantidades de cada ingrediente y el molde a utilizar. Reordenó su casa de manera que cada cosa fuera proporcional en tamaño y distancia al resto. Sembró cuatro plantas iguales, una al lado de otra, con una losa de separación. Así todo era perfecto. La proporción le estaba dando la estabilidad emocional que ningún ser viviente le había proporcionado jamás. Ella y sus rectas paralelas y perpendiculares, celebraban la vida.
 Esa noche soñó con un ataúd que le quedaba grande. Por más que midiese, una y otra vez, no lograba adecuar su cuerpo a la caja de madera. Despertó sobresaltada y volvió a medirse, miró alrededor y la casa  parecía más grande. 
Reordenaba, medía y soñaba cada noche y el ataúd se le ajustaba menos. La casa parecía crecer más, y ella se volvía  aun más menuda. En el horno apagado, un budín era el alimento favorito de los microorganismos. Esa mañana, decretaron el cese de la cuarentena en la televisión y la gente salía feliz a la calle. Al fin, una Aurora sola, desnutrida y pequeñita lograba entrar en un perfecto ataúd, para siempre. 
 


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